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Parroquia Santa Madre de Dios

Revista Humanitas

Una oportunidad única para el hemisferio católico

CARL ANDERSON

 

Una vez resuelta la sucesión presidencial en México, y con una nueva mayoría menos hostil hacia la inmigración en ambas cámaras de representantes en los Estados Unidos, nace una nueva oportunidad para renovar las relaciones con México en particular, y con América Latina en general.
No habría que insistir en que los católicos de ambos lados de la frontera están especialmente bien situados para contribuir a una nueva era de las relaciones hemisféricas. Pero por el momento, no hemos oído prácticamente nada que nos indique que hayamos pensado seriamente en cómo podemos contribuir a las negociaciones en esta área.

Creo que es el momento de que los católicos tomen el liderazgo. Las relaciones entre los Estados Unidos y México son esenciales para el futuro de América. En nuestra frontera común se encuentra el Norte Global con el Sur Global, y América Latina se fusiona cada vez más con su vecino del norte, de influencia claramente más inglesa. Se podría decir que el futuro de todo el hemisferio dependerá del cómo sea la relación entre los Estados Unidos y México.
No resulta exagerado decir que en América puede encontrarse el futuro de la cristiandad. En Europa la cristiandad ha declinado marcadamente. En cambio, América sigue siendo un hemisferio cristiano donde, a pesar de los grandes desafíos, persiste una fuerte devoción popular. Cada uno de los países de este hemisferio posee sólidas raíces católicas. Son obvias las raíces católicas de América Latina, y Estados Unidos las comparte en su región sureste y en Florida. Maryland, Louisiana y Québec complementan esta herencia en los Estados Unidos y Canadá, lo cual proporciona a todos los países de nuestro hemisferio una herencia común.

En primer lugar, consideremos la situación en la que nos encontramos: los católicos forman el mayor grupo del Congreso [de los Estados Unidos] en términos de fe, con 29% de los miembros de la Cámara de Diputados y el Senado. Uno de cada cuatro norteamericanos es católico, y cada domingo las iglesias se llenan con una población de católicos hispanos en rápida expansión. Los hispanos en la Iglesia no son una abstracción, son nuestros compañeros de parroquia. En Caballeros de Colón son nuestros hermanos Caballeros, y lo han sido desde 1905, cuando establecimos nuestro primer consejo en México.
Actualmente México está dirigido por un católico, el Presidente Felipe Calderón, quien vive su fe y dirige una nación de 90 millones de católicos. Ellos y nosotros compartimos mucho más de lo que en ocasiones pensamos. En ambos países, los católicos tuvieron que luchar para obtener un lugar justo en la sociedad durante el siglo XX. Las cruces en llamas recibieron a Al Smith cuando su tren entró a la ciudad de Oklahoma durante la campaña presidencial de 1928, y no fue sino hasta 1960 cuando Estados Unidos tuvo su primer presidente católico. En México, un gobierno anticlerical martirizó a sacerdotes y fieles laicos durante la década de los veinte e incluso hasta los años treinta (entre ellos se encontraban seis Caballeros canonizados). No fue sino hasta los años noventa cuando se derogaron las leyes que prohibían a los sacerdotes portar las ropas clericales en la calle.

Lo que muestra la aceptación y subsecuente ascendencia de los católicos en ambos países es que la comunidad católica laica de ellos se ha ganado el reconocimiento y tiene una oportunidad única para decidir el futuro del continente americano, sin dejarse limitar por los prejuicios del pasado. Ya era tiempo.
Uno de los aspectos más importantes de esta herencia espiritual común es el hecho de que compartimos una patrona también: Nuestra Señora de Guadalupe. Conocida desde 1945 como Emperatriz de las Américas, es patrona de todos los católicos, en especial de los de México.
En Ecclesia in America, el Papa Juan Pablo II escribe lo siguiente: La aparición de María al indio Juan Diego en la colina del Tepeyac, el año 1531, tuvo una repercusión decisiva para la evangelización. Este influjo va más allá de los confines de la nación mexicana, alcanzando todo el Continente. Y América, que históricamente ha sido y es crisol de pueblos, ha reconocido «en el rostro mestizo de la Virgen del Tepeyac, [...] en Santa María de Guadalupe, [...] un gran ejemplo de evangelización perfectamente inculturada». Por eso, no sólo en el Centro y en el Sur, sino también en el Norte del Continente, la Virgen de Guadalupe es venerada como Reina de toda América.

Ha sido patrona de las iglesias y familias de todo el hemisferio durante cientos de años, y sin embargo, hoy nos ofrece un nuevo punto de partida. Aunque durante estos siglos ha llegado a simbolizar muchas cosas, hoy, a la luz de Ecclesia in America, nos da un mensaje de unidad: ella es la madre espiritual que todos compartimos.

Nuestra historia continental es también común, y así será nuestro futuro.

David Rieff señaló en el New York Times Magazine de diciembre 2006 hasta qué punto se entrelazan nuestros destinos, al escribir: «A nivel nacional, los hispanos forman el 39% de la población católica … desde 1960, han sido el 71% de todos los nuevos católicos en los Estados Unidos». En una época en que se debilita la asistencia a la iglesia en Europa y en algunas ciudades de Estados Unidos, en los lugares que los hispanos consideran su hogar, esta asistencia está en pleno auge.

La cooperación entre los católicos de Estados Unidos y México será crucial para el futuro de las relaciones entre ambos países, y por extensión para todo el continente americano. Desde los salones del gobierno hasta las bancas de las parroquias, la disposición y la habilidad de los católicos para tender puentes entre los católicos de Estados Unidos y los de México decidirán nuestro futuro.
Hace una década, los obispos de este hemisferio se reunieron en el Sínodo de los Obispos de América, y nos invitaron a reconsiderarnos como americanos: «Creemos que somos una sola comunidad, y aunque América comprende numerosas naciones, culturas e idiomas, hay tanto que nos une y tantas formas en las que cada uno de nosotros afecta la vida de su vecino.»

Esta reunión fue un excelente modelo de cooperación entre los obispos del continente americano. Pero el reto de la Iglesia de las Américas incluye a todos los bautizados. Como lo escribió el Papa Juan Pablo II en Ecclesia in America, «La renovación de la Iglesia en América no será posible sin la presencia activa de los laicos. Por eso, en gran parte, recae en ellos la responsabilidad del futuro de la Iglesia». Esto no es una exageración ya que todos somos ciudadanos del Hemisferio Católico.

La cuestión es qué pueden hacer los católicos –laicos y sacerdotes– para que se llegue a cumplir la promesa de Ecclesia in America, promesa que se hace más urgente con cada día que pasa. En palabras sencillas, esta promesa se basa en la realidad de que nuestra unidad en la vida sacramental de la Iglesia trasciende todas las fronteras nacionales y nos une de una forma que debe tener consecuencias a la vez profundas y prácticas.
Quizá el mayor obstáculo que debemos superar es la idea que tienen muchos en los Estados Unidos de que la inmigración es un fenómeno que debe temerse. Los católicos, mejor que nadie, deben recordar que lo mismo se dijo de los inmigrantes irlandeses e italianos del siglo XIX y principios del XX. Pocos son los que hoy en día negarían las contribuciones de estos inmigrantes, quienes no sólo se asimilaron, sino que aportaron su dinamismo a la vida de la Iglesia Católica y ayudaron a convertirla en la mayor denominación de Estados Unidos.

Por lo general, aquellos que temen la inmigración, es porque temen que ésta traiga consigo la criminalidad. Los católicos deben darse cuenta –y hacerlo saber a la comunidad– que una familia pobre que busca mejores condiciones de vida no representa ninguna amenaza. Es más, la falta de un proceso racional de inmigración, junto con un sistema que criminaliza al inmigrante por razones económicas tanto como al narcotraficante, no ayuda para nada. El Presidente Calderón no ha perdido tiempo para emprender la lucha en contra de los carteles de la droga en México. Cualquiera que sea la política de inmigración que nos toque en Estados Unidos, debe complementar el trabajo que ha emprendido México en su lucha contra los criminales, al tiempo que toma en cuenta la motivación que impulsa a la mayoría hispana a la inmigración.
Como lo dijo el Papa Benedicto XVI en su primera encíclica, Deus Caritas Est: «La afirmación de amar a Dios es en realidad una mentira si el hombre se cierra al prójimo o incluso lo odia».

Sin embargo, para nosotros los católicos, la inmigración trae un beneficio único. La inmigración hispana trae consigo la promesa de la revitalización de nuestras parroquias. Toca a los católicos que se encuentran ya en Estados Unidos proporcionar un ambiente espiritual enriquecedor que satisfaga las necesidades de los recién llegados. Así como estos inmigrantes aportan nueva vida a nuestras comunidades parroquiales, es nuestra responsabilidad ayudarlos a asimilarse a nuestras parroquias y comunidades, como lo hicieron nuestros abuelos, y ayudarlos a vivir su fe con el apoyo de todos los católicos.
Esta no sería la primera vez que los católicos de Estados Unidos toman el liderazgo cuando se trata de ayudar a sus vecinos del sur. No hace tanto tiempo que los católicos de Estados Unidos se unieron en apoyo de sus hermanos mexicanos perseguidos y que ayudaron a poner fin a esa terrible persecución.
Las voces como la de los Caballeros de Colón y la revista America ayudaron a los católicos de Estados Unidos a influir en su gobierno para lograr que éste tomara un interés activo en las persecuciones en México hace 80 años. Y cuando terminó la lucha cristera en 1929, fue la participación activa y la cooperación de los católicos de ambos lados de la frontera lo que hizo posible la paz.

Es más, durante los años veinte, cuando hasta un millón de refugiados mexicanos huyeron hacia el norte, los católicos norteamericanos recibieron con los brazos abiertos a los desplazados por la violencia. Se construyeron seminarios para que los jóvenes mexicanos pudieran prepararse para el sacerdocio en el ambiente seguro de Estados Unidos. Y los exiliados mexicanos, desde los arzobispos hasta el más humilde de los rancheros, recibieron ayuda, aquí y en México, de sus compañeros católicos del norte de la frontera.

Ha llegado el momento de volver a tomar este liderazgo.

Un modelo del tipo de cooperación que puede darse entre los católicos de Estados Unidos y México es el de los Caballeros de Colón. Fundada en 1882 en New Haven, Conn., esta orden rápidamente se extendió a todo el hemisferio. Se fundaron los primeros consejos canadienses en 1897, y los mexicanos en 1905.
Los Caballeros constituyen un ejemplo de cooperación entre los católicos de ambos lados de la frontera que ha perdurado durante más de un siglo. Esta cooperación ha tomado varias formas. En la década de los veinte, fue llevar la historia de las persecuciones de México a la gente de Estados Unidos. En tiempos más recientes, el apoyo a los seminaristas de los Estados Unidos para que estudien en México y conozcan la cultura mexicana, el apoyo a los seminaristas mexicanos para que atiendan las necesidades de los inmigrantes mexicanos en Estados Unidos, así como el apoyo a la Catholic Legal Immigration Network (Red Católica de Inmigración Legal). Actualmente, los consejos locales de los Caballeros de Colón que se encuentran cerca de ambos lados de la frontera cooperan activamente en proyectos sociales, espirituales y caritativos. Esta cooperación es cada vez más prioritaria para los Caballeros de Colón, como debería serlo para otras organizaciones católicas de los Estados Unidos.

Los católicos de ambos lados de la frontera deben tomar la iniciativa para promover una solución católica a los problemas de la pobreza y para promover las oportunidades económicas y educativas para los más pobres de la región, en especial para los de México. De manera particular, esto es responsabilidad de los católicos de Estados Unidos, sobre todo los líderes empresariales y financieros. La elección de Felipe Calderón proporciona una oportunidad sin precedentes en la historia de México para lograr una reforma económica y social y él debe recibir el apoyo activo de los católicos de Estados Unidos, al igual que de los de México.

El Papa Benedicto señaló en Deus Caritas Est «La Iglesia es la familia de Dios en el mundo. En esta familia no debe haber nadie que sufra por falta de lo necesario.» Y más adelante «En la comunidad de los creyentes no debe haber una forma de pobreza en la que se niegue a alguien los bienes necesarios para una vida decorosa». Estas palabras deben tener un significado especial en nosotros que vivimos en el mismo continente.
Realmente, nuestro hemisferio es un microcosmos del proceso de globalización que ocurre en el mundo entero. Lo que suceda en América tendrá un profundo impacto sobre la Iglesia y el mundo, y lo que suceda entre Estados Unidos y México definirá el futuro de nuestro hemisferio. Los católicos de ambos países tienen sobradas razones para trabajar por el día en que estos vecinos cercanos sean amigos aún más cercanos. De cada uno de nosotros, en todo el continente americano, depende responder al llamado de Nuestra Señora de Guadalupe e, igual que ella, integrar a las personas de todas las razas y culturas en una sola familia espiritual.

En la mayoría de los países de nuestro hemisferio, entre el 70 y el 90 por ciento de la población es católica. En los Estados Unidos, los católicos representan una de cada cuatro personas. Ya no somos forasteros en este país. Si nosotros, como católicos, vemos a los inmigrantes como hermanos en la fe, como lo hemos hecho antes, en verdad tenemos la oportunidad de definir no sólo el futuro de nuestra propia Iglesia y nuestro propio país, sino el del continente y el de nuestro hemisferio. El futuro de América, nuestro hemisferio, y por ende el de nuestra Iglesia, está en nuestras manos.

El cristianismo y el reto de la secularización

ANTONIO CARDENAL CAÑIZARES

 

I. El fenómeno de la secularización y su derivación en el laicismo ideológico imperante

El proceso de secularización constituye, lo sabemos bien, el latido del corazón de la modernidad. El fenómeno de la secularización, al menos en algunos países, asume cada día con más fuerza la forma de un laicismo, más o menos oficial, radical e ideológico, en que Dios no cuenta; se actúa «como si Dios no existiera», y a la fe se le reduce o recluye a la esfera de lo privado. En algunas partes, este laicismo se está convirtiendo en el dogma público básico, al tiempo que la fe es solo tolerada como opinión y opción privada, y así, a decir verdad, no es tolerada en su propia esencia. Este tipo de tolerancia privada ya se le concedió a la fe en la misma Roma del imperio: el sacrificio al emperador, en último término, sólo perseguía el reconocimiento de que la fe no representaba ninguna pretensión de carácter público, al menos de manera significativa. El desarrollo de este laicismo toca al núcleo y fundamento de nuestra sociedad; afecta al hombre en su realidad más viva y a su propio futuro.
El fenómeno de la secularización, en su forma de laicismo esencial o ideológico, de hondas raíces, en efecto, está afectando a todo: ha afectado no sólo a la sociedad en general, sino que hasta ha podido invadir también la fibra religiosa. No se trata ya, como en otros momentos,
del reconocimiento de la justa autonomía del orden temporal, en sus instituciones y procesos, algo que es compatible enteramente con la fe cristiana y hasta directamente favorecido y exigido por ella. Se trata aquí de algo muy hondo que afecta al modo de ser, de pensar y de actuar, puesto que conlleva la voluntad de prescindir de Dios en la visión y la valoración del mundo, en la imagen que el hombre tiene de sí mismo, del origen y término de su existencia, de las normas y los objetivos o fines de sus actividades personales y sociales.
Este laicismo ideológico comporta un modo de pensar y vivir en el que la referencia a Dios es considerada, en el fondo, como una deficiencia en la madurez intelectual y en el pleno ejercicio de la libertad. Así se va implantando la comprensión atea de la propia existencia. Este laicismo arrastra a muchos a la ruptura de la armonía entre fe y razón que tanto alcance tiene, y a pensar que sólo es racionalmente válido lo experimentable y mensurable, o lo susceptible de ser construido por el ser humano, como si fuéramos verdaderos y únicos creadores del mundo y de nosotros mismos: todo parece que sea obra humana y que no pueda ser nada más que obra humana. De ahí esa nueva antropología, que se ha difundido por doquier, que concibe al hombre, no como ser, como alguien, por sí mismo pensado, creado y querido por Dios, o como naturaleza y verdad que nos precede y es indisponible, sino como libertad omnímoda o como decisión: La libertad individual viene a ser como un valor absoluto al que todos los demás tendrían que someterse, y el bien y el mal habría de ser decidido por uno mismo, o por consenso, o por el poder, o por las mayorías.
Esto, a mi entender, constituye el gran drama de nuestro tiempo. Porque en tal secularización y laicismo, el hombre, se diga lo que se diga, se queda solo, en su soledad más extrema, sin una palabra que le cuestione, sin una presencia amiga que le acompañe siempre, sumido con frecuencia en la soledad del vacío y de la nada; «solo como creador de su propia historia y de su propia civilización, solo como quien decide por sí mismo lo que es bueno y lo que es malo, como quien habría de existir y continuar actuando etsi Deus non daretur, aunque Dios no existiera. Pero si el hombre por sí solo, sin Dios, puede decidir lo que es bueno y lo que es malo, también puede disponer que un determinado grupo de seres humanos sea aniquilado
». (No podemos olvidar a este respecto que, apoyadas en similares raíces de pensamiento, determinaciones de este tipo ya se tomaron, por ejemplo, en el Tercer Reich, por personas que, habiendo llegado al poder por medios democráticos, se sirvieron de él para poner en práctica los perversos programas de la ideología nacionalsocialista, y que medidas análogas tomó también el Partido Comunista en la Unión Soviética y en los países sometidos a la ideología marxista) (Juan Pablo II, en Memoria e identidad).
Todas las corrientes de pensamiento y todos cuantos tienen responsabilidades sociales, culturales o políticas en el mundo, deberían considerar a qué perspectivas podría conducir la exclusión de Dios de la vida pública. No es posible un Estado ateo. Como diría el Cardenal J. Ratzinger: «No lo es en ningún caso en cuanto Estado de derecho duradero. Esto implica que Dios no puede quedar relegado incondicionalmente a la esfera de lo privado». No parece posible un Estado, «confesionalmente» laicista, de iure o de facto, que excluya a Dios de la esfera pública. No podría sobrevivir a largo plazo un Estado de derecho bajo un dogma ateo en vías de radicalización. Para poder sobrevivir es necesaria una reflexión fundamental que haga caer en la cuenta de qué es lo que está en juego en toda esta temática.Por lo demás, la democracia funciona si funciona la conciencia, y esta conciencia enmudece si no está orientada conforme a valores éticos fundamentales, previos a cualquier determinación, válidos y universales para todos, indisponibles, conformes con la recta razón, que pueden ser puestos en práctica incluso sin una explícita profesión de fe, y en el contexto de una religión no cristiana» (J. Ratzinger, en Iglesia, ecumenismo y política, Madrid, 1986, p. 257; cfr J. Ratzinger, Fede, Verita, Tolleranza. Il cristianessimo e le religione del mondo, Siena, 2003, pp. 223-275). Es contrario a la razón actuar contra la naturaleza de Dios, como también es contrario a la naturaleza de Dios no actuar con la razón (Cf. Benedicto XVI, Discurso en la Universidad de Ratisbona, septiembre 2007). «La negación de Dios priva de su fundamento a la persona y, consiguientemente, la induce a organizar el orden social prescindiendo de la dignidad y responsabilidad de la persona» (Juan Pablo II, Centessimus Annus, 13; cf 14, 17, 18, 41, 44) .

II. La laicidad no es laicismo. Necesidad de Dios que entraña lo último, lo incondicional

La laicidad no es laicismo. Dios entraña lo último, lo incondicional, lo que concierne de manera decisiva, el definitivo sentido de todo, el último juez de la ética y supremo garante contra todos los abusos del poder ejercidos por el hombre y sobre el hombre. Él es y manifiesta lo «sagrado», lo que reclama respeto por encima de todo y siempre. En Él se funda lo indisponible, lo innegociable, lo inviolable, toda sacralidad, la sacralidad que es la persona humana, con su dignidad y destino irreductible, que es cada uno de los seres humanos, que son los otros y las cosas últimas y decisivas, que es el terreno de la conciencia, que son los mismos derechos fundamentales del hombre no negociables ni cambiables. Los antiguos griegos habían descubierto ya que no hay democracia sin la sujeción de todos a una Ley, y que no hay Ley que no esté fundada en la norma de lo trascendente de lo verdadero y lo bueno. Hay algo, por ello, que no puede faltar en la sociedad, y que significa un saludable límite al poder, siempre cambiable, de los hombres: Se trata del límite de lo que, en la recta razón, para vivir dignamente y sobrevivir no es manipulable ni sometible por el hombre, es decir, «el respeto a aquello que es sagrado para otros, y el respeto a lo sagrado en general, a Dios, un respeto perfectamente exigible incluso a aquel que no está dispuesto a creer en Dios», porque, además, pertenece a la razón, o confirma la razón. Por eso, «allá donde se quiebra este respeto, algo esencial se hunde en la sociedad» (J. Ratzinger, Iglesia, ecumenismo y política, p. 87).
En ese conjunto de sacralidad que reclama tal respeto, los derechos fundamentales del hombre no son creados por el legislador ni concedidos a los ciudadanos, sino que más bien existen por derecho propio y han de ser reconocidos y respetados por el legislador, pues se anteponen a él como valores superiores. La vigencia de la dignidad humana previa a toda acción y decisión política remite en última instancia al Creador: sólo Él puede crear derechos que se basan en la esencia y verdad del ser humano y de los que nadie puede prescindir. En este sentido, aquí se codifica una herencia cristiana esencial en su forma específica de validez. Que haya realidades, valores, derechos, que no son manipulables por nadie, «sagrados», es la verdadera garantía de nuestra libertad, de la grandeza del ser humano, de un futuro para el hombre: la fe ve en ello el misterio del Creador y la semejanza conferida por Él al hombre; por esto, ve también la verificación de lo que está entrañado en la máxima de Jesús: «Dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César», tan acorde, por lo demás, con la recta razón, que presupone la limitación, el control y la transparencia del poder, la no manipulación del derecho y el respeto a su propio espacio intangible, y, finalmente, la fundamentación del derecho sobre normas morales, sobre la verdad y el bien, lo que es bueno y verdadero por sí mismo.
La unidad y la convivencia de las gentes y de los pueblos sólo serán posibles si surge, en el horizonte presente de la historia, un sujeto social capaz de construirlas pacientemente, porque su experiencia de vida y su respuesta a interrogantes fundamentales del hombre le hacen capaz de amar a toda persona humana en tanto que persona, partícipe del mismo misterio y de la misma vocación, por encima de cualquier otra determinación de raza, cultura y religión, pueblo, clase social o adscripción política.
Por lo demás, «la absoluta profanidad que se ha construido en Occidente es profundísimamente ajena a las culturas del mundo. Esas culturas se fundamentan en la convicción de que un mundo sin Dios no tiene futuro» (J. Ratzinger, Iglesia, ecumenismo y política, p. 87). Esta es, opino, una de las grandes cuestiones y retos que plantea hoy el islamismo al mundo secularizado y sometido a un laicismo ideológico.


III. Fe en Dios, afirmación del hombre.

Existe, con frecuencia, una cierta confusión entre neutralidad y laicidad, entre lo que es un Estado no confesional, neutral, y un Estado de confesión laicista, expresa o tácita, pero real, o entre «libre pensamiento» y secularidad, o que se contrapongan fe y razón, religiosidad y ciencia, como si la fe y la religiosidad fuera algo superado, que queda para la individualidad y la privacidad, que no es universalizable para la organización social y para el progreso, y que, por supuesto, debe dejar todo el espacio a la razón humana abandonada a sí misma o a la ciencia y sus avances. Es necesario atreverse a decir, como están haciendo los últimos Papas, que la afirmación de Dios conduce a la afirmación del hombre, que es raíz y fundamento de la dignidad e inviolabilidad de todo ser humano y lleva consiguientemente a la paz y a la cohesión de la sociedad, basadas siempre en el respeto y promoción de la dignidad de todo hombre.
El silenciamiento de Dios o el abandono de Dios, su confinamiento o reducción a la esfera de lo privado es con mucho el acontecimiento fundamental de estos tiempos en Occidente. No hay otro que se le pueda comparar en radicalidad. Ni siquiera la pérdida del sentido moral. El hombre puede excluir a Dios del ámbito de su vida personal y social o pública. Pero esto no ocurre sin gravísimas consecuencias para el hombre mismo y para su dignidad como persona, para la asunción de aquellos valores que son base y fundamento de la convivencia
humana, para todas las esferas de la vida.
Afirmar a Dios es afirmar al hombre. Me remito, con toda sencillez, a la persona de Jesucristo, acontecimiento real de nuestra historia: toda su existencia, todo su ser, todo su obrar, es una manifestación de Dios, nos remite a Dios; y todo Él es el «sí» más pleno e incondicional de Dios al hombre; todo Él nos ha revelado que Dios es Amor, su rostro es el de Dios que ama al hombre hasta el extremo y sin condiciones, lo apuesta todo por el hombre. A partir de Jesucristo, Dios sólo puede ser afirmado afirmando al hombre; nunca al margen o a costa del hombre; y el hombre no puede ser afirmado o reconocido plenamente al margen, y, menos aún, en contra de Dios.
La fe en Dios, en el centro de la creación, de la existencia humana y de la historia, no es una merma del ser del hombre, sino que lo conduce a lo más alto de la condición humana y reclama el desarrollo de la razón. A partir de la fe en Dios, con rostro de hombre, no debería caber la intransigencia ni la autosuficiencia, ni la prepotencia que conduce a la exclusión y al desprecio de los demás; sino únicamente el inclinarse ante todo hombre y elevarlo a su dignidad más alta, encontrarse con todos con el amor verdadero, fraterno y amigo. Esta es la gozosa esperanza con que la Iglesia, animada por la fe, mira el destino de la humanidad. Nada hay genuinamente humano que no le afecte. La fe, de suyo, rechaza la intolerancia y obliga a un diálogo respetuoso, a no excluir a nadie, a ser universalistas, a buscar la unidad, a trabajar por la paz basada en la justicia, en el real reconocimiento de la dignidad inviolable de todo ser humano y en el respeto inconmovible a todos sus derechos fundamentales e inalienables, y la promoción de todas las libertades, empezando por la libertad religiosa y de conciencia.

IV. Necesidad de un cambio cultural para una convivencia entre los hombres. La superación de la fractura entre fe y razón, clave del futuro

Esto nos lleva a la necesaria y complementaria aportación de los diversos modos de comprender la sociedad y la convivencia social, y la apertura de unos y otros para que en la búsqueda y encuentro de la posible armonía de la sociedad pueda crear y respetar el espacio común en que las personas puedan realizarse personal y socialmente. Uno de los motivos en que algunos apoyan sus tesis laicistas y secularizadoras es su visión de la fe como algo que de suyo conduce a la confrontación y a la exclusión; el nuevo modo de convivencia, se piensa, entre los hombres sólo podrá venir de la razón ilustrada que no tiene en cuenta a Dios, y busca cómo llegar a un entendimiento razonable y a una correcta organización de las relaciones en la sociedad basada en la razón ilustrada, con sus diversas formas y expresiones, y en el consenso social.
Para la nueva convivencia, consiguientemente para una nueva sociedad, es necesario que se proponga una mutación cultural que impida el hundimiento y derrota de lo humano, y la fractura de la sociedad. El Papa Benedicto XVI, en su Encíclica Deus caritas est, ofrece caminos nuevos para la superación de las aporías sociales en las que se ha visto y se ve sumergida la sociedad de nuestros días, de un modo especial la sociedad europea, tanto en lo que mira a la persona humana como a la organización de la sociedad. (Pensemos sólo por un instante en la fatídica sombra del nacionalsocialismo y del comunismo histórico).
Tengamos en cuenta, además, que uno de los elementos principales que conlleva la secularización generalizada de nuestro tiempo, desarrollada en lo que he denominado «laicismo ideológico», es la separación entre fe y razón. La armonía o la ruptura entre fe y razón es una cuestión que viene de lejos, y que resulta especialmente urgente tanto ante las cuestiones de una nueva convivencia y sociedad, como ante los interrogantes, reclamos y exigencias de la modernidad. Podríamos afirmar sin caer en exageraciones unilaterales, que el entendimiento entre los espacios que se asientan en la sola razón y los que amplían el horizonte desde la perspectiva de la religión están llamados a la íntima colaboración para que la Humanidad no cierre caminos de futuro y estemos abocados a previsibles hendiduras sociales. Es necesario centrar los esfuerzos, como hace Benedicto XVI en su larga trayectoria de pensamiento y honestidad intelectual, en favorecer el acercamiento entre la visión racional, o si queremos mundo laico, y la perspectiva religiosa, o mejor la perspectiva creyente, para que sobre la base de una armonía con la dimensión religiosa se puedan no sólo reconocer sino cimentar los derechos fundamentales del hombre y de la sociedad; y se pueda proponer, con garantía, la realización de los mismos para la superación de las conflictividades sociales cada día más crecientes debido al rechazo de la armonía fe-razón, sin la cual no se puede establecer un auténtico diálogo en el que se engloben todas las dimensiones fundamentales del hombre.
Recuerda Benedicto XVI en Ratisbona que, actuando bajo la razón y comprometidos en el ejercicio de la responsabilidad de cada uno con el recto uso de la misma, es posible la experiencia del saber y del vivir desde la universalidad, a la par del saber y vivir en la propia especialidad, desde lo más propio y concreto. La experiencia de la armónica existencia en la convivencia con los demás, si no queremos correr el riesgo de independizar el saber del vivir y caer en el peligro de un saber que alejándonos de la sabiduría (es decir, del saber para la vida) nos sumerja en la espiral de la ideología, nos está reclamando la armonía fe-razón, la reconciliación con la naturaleza para no ser víctima de una continua aversión al Creador. A nadie se le escapa que la convivencia no es posible allí donde el rechazo del Creador hace inviable la comprensión y acogida de la creación, de especial modo de la criatura humana. Se nos impone el esfuerzo de mostrar la necesidad y la posibilidad de conciliación de la fe y la razón como respuesta a los problemas de la modernidad, como la clave existencial de comprensión de la historia, y como superación de las aporías del laicismo y de la secularización radical de nuestros días. Se debería conceder el primado a lo que aparece como indiscutible en las raíces de la Europa cristiana: la no ruptura de la cohesión interior en el cosmos de la razón cuando no deja de estar presente la pregunta sobre Dios –puesta en el corazón del hombre– y la respuesta de Dios mismo dada a su criatura (la Revelación). Se puede deducir del discurso de Ratisbona y de otras muchas intervenciones de Benedicto XVI, y antes del teólogo o cardenal Joseph Ratzinger, que es radicalmente imposible la convivencia y cohesión social si Dios es el gran ausente. El eclipse y el silenciamiento de Dios conlleva el eclipse y silenciamiento del hombre (E. Romero Pose).
Lo que está en juego en esta sociedad y cultura dominante secularizada y laicista en orden a alcanzar la justa y necesaria convivencia entre todos, es una recta visión del hombre, una consideración válida para todos de la persona en sí misma, que, en la antropología cristiana, no es inteligible sin Dios en el centro de la creación. Benedicto XVI, en su Mensaje para el 1 de enero de 2007 y en toda su doctrina, propone una paz, nueva, verdadera y estable, y ofrece un criterio que «no puede ser otro que el respeto de la ‘gramática’ escrita en el corazón del hombre por su divino Creador» (Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada de la Paz 2007, n.3). Y añade: «En esta perspectiva las normas del derecho natural no han de considerarse como directrices que se imponen desde fuera, como si coartaran la libertad del hombre. Por el contrario deben ser acogidas como una llamada a llevar a cabo fielmente el proyecto divino universal inscrito en la naturaleza del ser humano... El reconocimiento y el respeto de la ley natural son también hoy la gran base para el diálogo entre los creyentes de las diversas religiones, así como incluso entre los creyentes y no creyentes.
Éste es un gran punto de encuentro y, por tanto, presupuesto fundamental para una paz auténtica». Es necesario aprender que la paz está conectada con el abrirse a Dios, y, por tanto, con la superación del laicismo imperante. Para construir la paz es preciso estar muy atentos para no caer en esa mentalidad que tan amplia como poderosamente está actuando en nuestro mundo inspirada por el laicismo ideológico, totalitario y excluyente. Mentalidad o «ideología que lleva gradualmente, de forma más o menos consciente, a la restricción de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o ignorancia de lo religioso, relegando la fe a la esfera de lo privado y oponiéndose a su expresión pública. Un recto concepto de libertad religiosa no es compatible con esta ideología, que a veces se presenta como la única voz de la racionalidad. No se puede cercenar la libertad religiosa sin privar al hombre de algo fundamental» (Juan Pablo II); esto promueve necesariamente una mentalidad negativa para la convivencia y la paz.
Por todo ello, es urgente dar la primacía al entendimiento fe-razón aprisionados por una cultura y una sociedad transida de escepticismo radical. Sólo así se impedirá que la Humanidad no se extravíe y ésta pueda progresar por caminos de entendimiento y convivencia solidaria. Benedicto XVI, en Ratisbona, apuntó y desveló la decisiva importancia de la racionabilidad de la fe para dar respuesta a los problemas no sólo de la sociedad occidental, sino a los que están emergiendo con fuerza nueva en los distintos lugares del globo: desde la guerra hasta el entendimiento intercultural y el diálogo interreligioso, para la libertad y la paz y la justa distribución de bienes, para la armonización entre minorías y mayorías. Benedicto XVI, al reclamar suma atención a la íntima y amigable relación entre la fe y la razón, y la superación misma de la mentalidad secularista y de la ideología laicista, invita a los responsables de la sociedad a que no cierren sus ojos –por no aceptar propuestas racionales a la par que espirituales y religiosas–, a la decadencia y fin de una civilización, al derrumbamiento demográfico, a la crisis del derecho y la justicia que son aceptados como soporte de una débil e inestable convivencia. Benedicto XVI va aún más lejos. La necesaria y urgente llamada a poner a Dios en el centro de la sociedad en armonía con la razón, para que la convivencia humana no se convierta en un problema crónico e irresoluble, conlleva no renunciar a la profesión explícita de que la garantía de toda convivencia y entendimiento humano es actuar según la razón y ésta ha lugar cuando se actúa conforme a la naturaleza de Dios. Exiliar a Dios es el anuncio del destierro de la razón, es entregarse al arbitrio de la irracionalidad. En diálogo con Habermas, en la Academia Católica de Baviera, Joseph Ratzinger llamaba la atención sobre la necesidad de recuperar en la conciencia de la sociedad occidental las certezas básicas en torno a lo que es el hombre, su origen y destino, superando lo que él llamaba las «patologías de la razón» y «las patologías de la religión», típicas del actual momento social, calificado por el filósofo alemán como «postsecular». Superación tanto más necesaria y urgente ante la aparición con fuerza de quienes no separan la dimensión política de la religiosa tanto en el ámbito privado como público. Es preciso reconocer que de la fe, del reconocimiento y afirmación de Dios brota el más profundo humanismo. La lección magistral del Papa en Ratisbona abre grandes horizontes y perspectivas, arroja una gran luz sobre nuestro momento actual y sobre el tema que nos ocupa. Ahí se nos muestra un gran futuro para la Humanidad, y en concreto, para Europa. Olvidarlo o rechazarlo pudiera acarrear grandes sufrimientos.
Para finalizar. La secularización y el laicismo comportan un verdadero reto para la Iglesia y para Europa. Ese reto comporta una pregunta: ¿hacia dónde se encamina Europa? De la reflexión que venimos haciendo, hay un aspecto que quisiera en estos momentos destacar. Europa, como concepto cultural e histórico, como «acontecimiento del espíritu» por el encuentro entre el logos griegos y el Logos divino que se ha hecho carne, es cuna y morada de las ideas de persona, verdad y libertad, es decir, de la dignidad humana. Con independencia de otras cuestiones y análisis, se nos plantea ahora preguntarnos por aquello que pueda garantizar el futuro de Europa y que sea capaz de mantener su identidad interna a través de los cambios históricos. Se nos plantea, pues, la insoslayable tarea de edificar sobre lo que hoy y mañana prometa mantener la dignidad humana y una existencia conforme a ella.
La edificación de la «casa común europea», para ser algo más que un conjunto de relaciones empíricas, ha de construirse sobre la búsqueda y afirmación de la verdad de la persona, único fundamento posible al respeto por la identidad, la dignidad de todo ser humano, y los derechos fundamentales de los hombres en modo alguno recortados, anteriores a cualquier ordenamiento de la sociedad. Ha de construirse sobre la posibilidad de una respuesta a cuestiones de fondo que han sacudido dramáticamente, en los últimos siglos, la cultura europea. Por ello, es necesario recordar y exigir la vigencia de la dignidad humana previa a toda acción y decisión política. Esto es decisivo para el futuro de Europa y de los europeos, de todos, también de los españoles y de la Nación española. Por eso, reducir lo cristiano y la fe a la privacidad, es encaminar e impulsar a Europa a que deje de hacer su historia.

Familia y Solidaridad

CARL ANDERSON

Podría hoy parecer obvio hablar acerca de la familia cristiana y la solidaridad. Hemos hablado de la familia y la justicia, de temas so­ciales, de verdad y libertad. Parece natural que siga la solidaridad. En otra época, sin embargo, hablar de la familia cristiana y la solidaridad al mismo tiempo hubiera parecido radical e incluso contradictorio. Como observó una vez el cardenal Ratzinger, mientras otros términos de unidad como Eucaristía y Comunión son claramente cristianos, la solidaridad «proviene de fuera… fue desarrollada por Pierre Leroux entre los primeros socialistas… en contraposición a la idea cristiana de amor como nueva respuesta racional y efectiva de los problemas sociales».1 Leroux abandonó la religión cristiana y, para compensarlo, desarrolló la idea de una nueva «religión de la humanidad». Aunque muchos no siguen conscientemente la idea de Leroux de una «religión de la humanidad» como base de la solidaridad, la solidaridad y la unidad del género humano están a menudo divorciadas de Dios y de «la idea cristiana del amor». Por lo tanto, es importante comprender cómo el Papa Juan Pablo II purificó el concepto de solidaridad para llevarlo más allá del concepto socialista, incluso al punto de describir la soli­daridad como «una virtud indudablemente cristiana» que «encuentra sus más profundas raíces en la fe cristiana» y que «se expresa en el amor cristiano».2 Muchos santos canonizados por el Papa Juan Pablo II mostraron la virtud cristiana de la solidaridad, pero pocos inspiraron tanto a Karol Wojtyla –en cuanto sacerdote y papa, especialmente en relación a su comprensión de la fraternidad cristiana– como Adam Chmielowski de Cracovia, a quien el mundo conoce como el Santo Hermano Alberto. El Papa no solo predicó más de cuarenta homilías sobre el Hermano Alberto, sino que antes incluso, mientras era seminarista clandestino y obrero en la planta química de Solvay, escribió una obra teatral sobre la devoción de este santo artista por los pobres. El título de la obra es Hermano de Nuestro Dios, y ya ponía de manifiesto la cuestión de la familia y la humanidad. En algún momento de la obra, Max, amigo de Adam, pone en tela de juicio la preocupación de éste por los pobres. Según Max, las obras de caridad de Adam no son características de su vocación artística. A su amigo también lo confunde que Adam no pueda ignorar a los pobres y continuar con su trabajo real como pintor. Max dice:
«Claro, debe ser una forma de evadir su responsabilidad…«¿Cómo puedo hacerme responsable de un ciudadano que desperdiciósu vida y hoy ha caído más bajo?»
Pero Adam lo contradice. Su trabajo con los pobres no es una forma de huir de la realidad y de su vocación, sino de acercarse a éstas. Dice:
«Max, aún piensas que el patrón de la pobreza humana corresponde al patrón del castigo…Pero esto no es solo huir de la responsabilidad. Es huir de algo, más bien de alguien, que está en uno mismo y en toda esa gente».3
Hoy, la solidaridad enfrenta los mismos problemas. La solidaridad puede no parecer atractiva cuando se ve como una recompensa por un comportamiento y no como una respuesta a una persona, una unidad necesaria entre personas. Pero la respuesta es observar la verdad acerca de la persona humana –ese «alguien en uno mismo y en toda la gente»– que nos une de manera más sólida que cualquier ideología política o económica.

La Comunión de las Personas
Por esta razón, cuatro décadas después de escribir Hermano de Nuestro Dios, Juan Pablo II describe la «solidaridad» en su encíclica Sollicitudo Rei socialis en términos de unidad. Escribe: «Por encima de los vínculos humanos y naturales, tan fuertes y profundos, se percibe a la luz de la fe un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, continúa Juan Pablo, «que es reflejo de la vida íntima de Dios, Uno en tres Personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra comunión».4 Para Juan Pablo II, la Trinidad es el «supremo modelo de unidad» del género humano. Especialmente en este contexto y congregados tan cerca de la gran­diosa Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, recordamos la visita de Juan Pablo II a la Ciudad de México para darnos la Exhortación Apostólica Postsinodal Ecclesia in America. Este grandioso documento que la próxima semana celebra su décimo aniversario, toma como subtítulo «Sobre el Encuentro con Jesucristo vivo: camino para la conversión, la Comunión y la solidaridad en América».5 En él escribe que así como la comunión es el fruto de la conversión, así también la «solidaridad es… el fruto de la comunión que se funda en el misterio de Dios uno y trino, y en el Hijo de Dios encarnado y muerto por todos. Se expresa en el amor del cristiano que busca el bien de los otros, especialmente de los más necesitados».6 Sus primeras audiencias generales sobre el Génesis (que se conocie­ron como las catequesis de los miércoles dedicadas a la Teología del Cuerpo), fueron grandes avances en la comprensión del hombre como ser creado para la comunión, justamente porque fue creado a imagen del Dios Trino. De acuerdo con el Papa, «el hombre se ha convertido en ‘imagen y semejanza’ de Dios no sólo a través de la propia huma­nidad, sino también a través de la comunión de las personas, que el hombre y la mujer forman desde el comienzo».7 En otras palabras, estar hecho a la imagen de Dios no es simplemente estar moldeado como Él, sino funcionar como imagen de Dios, es decir, estar ontológicamente destinado a una vida de comunión amorosa con otros. Es el fundamento de la civilización del amor; más aun, esta antropología cristiana proporciona una comprensión del hombre que llama a construir una civilización de amor no solo como posible opción, sino como la más necesaria realización de la humanidad.

Compenetración de Benedicto XVI y Juan Pablo II
Algunos pueden tal vez considerar esta visión de la persona dema­siado ideológica y religiosa, o demasiado idealista y alejada de la vida diaria, de manera que llega a ser irrelevante. Como Marcello Pera señaló, hoy «la gente ya no cree en fundamentos ‘últimos’».8 En consecuencia, resulta que dependemos cada vez más de diferentes facetas de esta comunión para transmitir el mensaje. Una de las facetas tangibles de la comunión que están en juego es la interdependencia del amor. En Sollicitudo Rei socialis, Juan Pablo II declaró que existe una «necesidad de solidaridad que asumirá la interdependencia y la transferirá al plano moral».9 En Mulieris dignitatem, el mismo Papa lo vio en la solitaria búsqueda de Adán no solo de un compañero, sino de una esposa: «En la ‘unidad de los dos’ el hombre y la mujer son llamados desde su origen no sólo a existir ‘uno al lado del otro’, o simplemente ‘juntos’, sino que son llamados también a existir recíprocamente, el uno para el otro».10 Benedicto XVI lo aborda después más extensamente. En la relación de Adán y Eva, estar uno ‘con’ el otro puede entenderse más plenamente en el contexto de ser uno a partir del otro. Esto constituye otra faceta de la imagen de Dios que descubrimos en la persona humana. Además de la noción de una trinidad «interior» del intelecto de San Agustín, la voluntad y el espíritu en el hombre, y contribuyendo con la trinidad «social» entre los hombres de Juan Pablo II, el cardenal Ratzinger presentó una imagen de Dios como una trinidad de ser : «El verdadero Dios es por su propia naturaleza enteramente un ser-para (Padre), un ser a partir de (Hijo) y un ser-con (Espíritu Santo). El hombre, por su parte, es precisamente a imagen de Dios en la medida en que el «a partir de», el «con» y el «para» constituyen el patrón antropológico fundamental».11 En otras palabras, ser «a partir de», ser «con» y ser «para» otras per­sonas es la estructura fundamental de la existencia humana. Cuando reconocemos esta realidad fundamental y actuamos de acuerdo con ella en solidaridad y comunión con el prójimo, reflejamos realmente la solidaridad y comunión que existe en la Trinidad entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El amor humano y la interdependencia no pueden comprenderse solo a nivel horizontal. Cuando es así, a menudo se reducen a la depen­dencia mutua o incluso al abuso mutuo. En cambio, el amor humano y la interdependencia están iluminados por nuestra común interde­pendencia vertical, una dependencia entre personas que primero se vuelve evidente en la relación con aquellos que nos dieron la vida. Al respecto, considero que la aclaración de Benedicto XVI nos brinda un gran avance en la comprensión y la defensa de la solidaridad, tanto en la familia como más allá de ella. Los cimientos bíblicos se exploran en la Catequesis de la Audiencia General sobre la Teología del Cuerpo de Juan Pablo II, cuando señala el hecho de que el diseño del hombre por Dios se expresa incluso antes de la creación del hombre.12 Como se lee en el Génesis, «Dios dijo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen.»13 Esta intención divina coloca al hombre aparte del resto de la creación y establece la conexión íntima entre Dios y el hombre. Como señala Juan Pablo II, es «como si el Creador entrase en sí mismo; como si al crear, no sólo llamase de la nada a la existencia con la palabra «hágase», sino que de forma particular sacase al hombre del misterio de su propio Ser».14 En con­secuencia, el hombre «no se debe entender como un «retrato», sino como un ser vivo que vive una vida semejante a la de Dios».15 En su soledad, Adán empezó a discernir cómo vivir una vida similar a la vida de Dios, una vida que necesita una comunión de personas. Más aún, cuando sufre la prueba de su soledad, Adán no se compara a sí mismo con los animales con los que comparte el mundo. Mira al creador y se compara a sí mismo con Dios. Entonces descubre que «el hombre se asemeja más a Dios que a la naturaleza».16 La importancia de los orígenes se refleja en las palabras de Adán en el segundo relato de la creación, cuando Adán reconoce a Eva y exclama «¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Se llamará Mujer, porque ha sido sacada del hombre».17 En la familia, la persona humana se revela como interdependiente desde el comienzo. El Cardenal Ratzinger expuso esta idea al hablar sobre el embarazo y el aborto. En el vientre, la vida de una criatura depende de la unión con su madre. Pero, como Adán, la mera pre­sencia no es suficiente, y en el embarazo, la presencia de la criatura en la madre necesita de la bondad de la madre. «Este ser-con complementa el ser del otro…para convertirse en un «ser para». En este aspecto, «la criatura en el vientre de la madre es sencillamente un retrato de la esencia de la existencia humana en general». Esta imagen de la madre y su hijo es el modelo fundamental de la existencia y la solidaridad del ser humano. Es la razón por la que la Madre Teresa puede decir que el aborto es el mayor destructor de la paz. Esta realidad humana fundamental de «ser-para» los otros se aplica tanto para las personas físicamente maduras como para los niños. Aun así, la importancia de la continuidad del amor se hace patente en otras áreas de la vida. A nivel genético, es obvio en la forma en que cada niño se asemeja a su madre o a su padre. A nivel personal, la reconocen cada madre y padre cuando intentan identificar dichas similitudes inmediatamente después del nacimiento. La reconocen los niños nacidos como resultado de donadores anónimos que intentan encontrar a sus padres anónimos. Simbólicamente, se expresó su con­fusión cuando la madre del primer niño chino nacido de fertilización in vitro le dio a su hija no sólo el nombre de la madre, sino también el nombre del médico que realizó el procedimiento.18

Sin raíces
La verdad es que, aun cuando una persona esté aislada social y geográficamente de otras personas, nadie puede sobrevivir sin enco­mendarse a otros individuos y a una comunidad. Por esta razón, no puede existir la verdadera autonomía, ni tampoco puede ser un ideal al que se aspire. «Cada vez que exista una tentativa de liberarnos de este patrón, no estamos en el camino hacia la divinidad, sino hacia la deshumanización, hacia la destrucción del propio ser mediante la destrucción de la verdad».19 Cuando Marcello Pera lamentó que «la gente ya no cree en los funda­mentos últimos», lo hizo en el contexto del distanciamiento de Europa de su moral e historia cristianas. Pero este distanciamiento de los fundamentos es parte de un distanciamiento más fundamental visto también a nivel de las personas, especialmente dentro de la familia. A través del divorcio, el abandono y algunos usos de la tecnología de la fertilidad, la paternidad se ha separado de la presencia. Es decir, hoy, para muchos niños, ser a partir de un padre ya no significa estar con un padre y por lo tanto ya no significa tener un padre presente que sea para el niño. Asimismo, la paternidad se separa del matrimonio cuando «ser con» una esposa se separa de la aceptación de que un hijo «es a partir de» la pareja. El resultado es lo que Carle Zimmerman describe como «familia atomista». Hace nueve meses, un hijo publicó su diario de las semanas anteriores a que su madre eligiera terminar con su vida mediante el suicidio asistido. Cuando el médico dudó de que su dolor fuera insoportable –tercer y último requisito para la eutanasia– la conversación de la madre y su hijo se convirtió rápidamente en una inquietante frag­mentación de amor y de vida. Al narrar la situación, su hijo escribe: La mamá deja su taza de café en la mesa. «Bueno, de todos modos tengo que morir, ¿no?» Entonces nos pregunta qué pensamos. Interrumpo: «Debe ser tu propia decisión. Ninguno de nosotros puede decir nada». Pero a la mamá le cuesta decir que quiere morir. Digo al fin, «pienso que lo que para ella es insoportable no es tanto su dolor y enfermedad, sino el temor de empeorar y perder el control». Cuando [el Doctor] Martin está finalmente convencido de que mamá quiere terminar con esto, acepta llamar a otro médico. Sale haciéndonos enfáticos movimientos de cabeza a todos».20
No se trata de la empatía o interdependencia que se encuentra en el fundamento de la civilización del amor. La verdadera conmiseración
o compasión –en el sentido más verdadero de las palabras– es sufrir junto con alguien. Más aun, esta decisión, este silencio, esta medida de la vida no es el fundamento de ninguna civilización. Finalmente, esta decisión de la madre moribunda fue apoyada por el valor de la autonomía individual y el temor de «perder el control». Pero a pesar de que la autonomía es un valor importante, no es el más importante. La comunidad es más importante que la autonomía, especialmente esta comunidad especial que es también una comunión de personas. En el fundamento de la comunidad se encuentran el aprecio, la gra­titud y el respeto por el don y la dignidad de la vida humana. Quizás lo que esta madre esperaba escuchar, necesitaba escuchar, era algo completamente diferente a «Debe ser tu propia decisión. Ninguno de nosotros puede decir nada». Quizás, lo que esperaba escuchar de sus hijos era: «Te amamos. Te necesitamos. Quédate con nosotros». Cuando una familia valora la existencia de una vida como un bien, puede haber una sociedad y una civilización que valoran la existencia de una vida como un bien. Pero esto solo puede ocurrir si las familias no se encierran en sí mismas. Aquí, la autonomía de los individuos y las familias no puede tratarse como el principal o único valor. El papel de la solidaridad en la familia, y a través de ella, es más que solo otra «virtud social» junto con la «verdad, libertad, justicia, sub­sidiaridad y… caridad».21 Para que el futuro de la solidaridad pueda fundamentarse en esta comunión de personas, la defensora de esta comunión es primero, y antes que todo, la familia, no únicamente como la que enseña las virtudes sociales, sino como el primer modelo de la comunión Trinitaria de las personas. Es aquí donde no solo encontramos a la familia en la solidaridad, sino que es su modelo vital y su núcleo. Por esta razón, Juan Pablo II dijo: «No podemos hablar de solidaridad en la comunidad moderna sin mencionar también la vida familiar».22 Sin solidaridad en el seno de la familia, no puede existir solidaridad más allá de ella. Sin com­prensión y protección en el seno de la familia, no es fácil comprender a esa familia humana que es la sociedad, esa familia cristiana que es la Iglesia o esa familia de familias que es la parroquia.

Desafío de la niñez
Durante su primera jornada apostólica, Juan Pablo II vino a la Basí­lica de Nuestra Señora de Guadalupe e hizo un llamado a la nueva evangelización, empezando por predicar la verdad sobre la persona humana. Asimismo, durante su primera jornada apostólica al San­tuario Mariano de Aparecida, Benedicto XVI hizo un llamado a construir no solo un Continente de Esperanza en todo el hemisferio, sino a construir un Continente de Amor. Hoy, estamos en espera de la próxima encíclica del Santo Padre intitulada «Caritas in veritate» («Amor en la Verdad»), en la que aborda temas sobre la sociedad y la globalización. Mientras nos preparamos, debemos tomar el tiempo de examinar no sólo la condición de nuestros países y nuestros continentes, sino también la de nuestras familias. En su discurso durante la entrega del Premio Nobel, la Madre Teresa usó acertadamente el refrán que dice que «el amor empieza en nuestra propia familia».23 ¿Qué tipo de cimientos existen para la solidaridad si no están presentes en el seno la familia, con la presencia de los hijos cuya existencia depende de la bondad de los demás? Por ejemplo, una encuesta internacional realizada por el Instituto Gallup preguntó a la gente si en su país se trataba a los niños con dignidad y respeto. En América Latina en general, cerca de 60 por ciento de los encuestados respondieron que no. En Haití, fueron casi 90 por ciento los que dijeron que no se trata a los niños con dignidad y respeto. Nos vienen muchas preguntas a la mente. ¿Cuál es el trato que se da a estos niños que indica in­diferencia por la dignidad y el respeto? ¿Por qué no los tratan con dignidad y respeto? Y lo que es importante, ¿cambia este trato? ¿A qué edad se tratará a los niños con respeto, si es que alguna vez sucede? Y cuando estos niños crezcan, ¿sabrán a su vez cómo tratar a otros con dignidad y respeto? Pero hoy, aquí, tan cerca del cerro del Tepeyac, es necesario hacer una pregunta aún más fundamental. ¿Cómo es posible este trato hacia los niños en un continente en que tantos saben de memoria las palabras de Nuestra Señora de Guadalupe? «¿No estoy yo aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu ale­gría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos?»24 ¿No dirigió estas palabras a un hombre laico preocupado por la salud y el bienestar de su familia?
En el Capítulo V de la Exhortación Apostólica Ecclesia in America, titulado «Camino para la Solidaridad», Juan Pablo II escribe: «De la dignidad del hombre en cuanto hijo de Dios nacen los derechos humanos y las obligaciones».25 Pero al leer estas palabras, debemos preguntarnos: «¿Cómo hemos de reconocer la dignidad de nuestro prójimo como «hijo de Dios» si no tenemos consideración por los niños que nos rodean?» Juan Pablo II observó que nada puede reemplazar el corazón de una madre siempre presente y esperando en el hogar. Pero también es verdad cuando escribe: «Una familia reposa en un padre. Si ésta tiene un padre, es una familia. El padre es el que es­tablece el vínculo de los miembros de la familia en esa unidad cuyo nombre es familia».26 La familia debe ser una comunidad en la que tanto el padre como la madre aceptan y viven su responsabilidad. Debe ser una comunidad solidaria con aquellos cuya comunidad familiar se ha roto o herido.
De esta forma la familia cristiana podrá caminar por el sendero de  la verdadera solidaridad y hacer suyas las palabras de la Exhorta­ción Apostólica Ecclesia in America: «La solidaridad es fruto de la comunión que se funda en el misterio de Dios uno y trino, y en el Hijo de Dios encarnado y muerto por todos. Se expresa en el amor del cristiano que busca el bien de los otros, especialmente de los más necesitados».27

 

NOTA DEL EDITOR: Esta conferencia del Sr. Carl Anderson fue pronunciada en el Congreso Teológico-Pastoral delVI ENCUENTRO MUNDIAL DE LAS FAMILIAS que se realizó en Ciudad de México en enero pasado. La información sobre dicho Encuentro puede ser leída en las páginas 384 a 390 de la sección Panorama.
1 Ratzinger, «Eucharist, Communion, and Solidarity» (Eucaristía, Comunión y Solidaridad), Lectura en la Conferencia de Obispos de Campagnia en Benevento, Italia, el 2 de junio de 2002. http://www.vatican.va/roman_ curia/congregations/cfaith/do-cuments/rc_con_cfaith_doc_ 20020602_ratzinger-eucharistic-congress_en.html (en inglés)
2 Juan Pablo II, Sollicitudo Rei socialis, n°40; ibid; Ecclesia in America, n°52, cita Propositio n°67.
3 Karol Wojtyla. Hermano de Nuestro Dios. Esplendor de paternidad, BAC, Madrid, 1990
4 Juan Pablo II, Sollicitudo Rei socialis, n°40
5 Juan Pablo II, Ecclesia in America, dado en la Ciudad de México el 22 de enero del año 1999, en el año 21 de su Pontificado.
6 Juan Pablo II, Ecclesia in America, §52.
7 Juan Pablo II, Audiencia General, 14 de noviembre de 1979.
8 Marcello Pera, «Relativismo, cristianismo y Occidente», Sin raíces, Ediciones
Península
9 Juan Pablo II, Sollicitudo Rei socialis, §26.
10 Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, §7.
11 Ratzinger, Joseph Cardenal.«La Verdad y la Libertad», Revista Internacional Católica Communio: Edición del verano de 1996.
12 Juan Pablo II, Audiencia General, 1979.
13 Génesis 1.
14 Juan Pablo II, Audiencia General, 6 de diciembre de 1978. N°2.
15 Juan Pablo II, Audiencia General, 6 de diciembre de 1978. N°2.
16 Juan Pablo II, Audiencia General, 6 de diciembre de 1978. N°2 y 3.
17 Génesis 2,23.
18 Zheng Mengzhu. Zheng (nombre de la madre), Meng(«primer»), Zhu(apellido del médico, Lizhu).
19 Ratzinger, Joseph Cardenal. «La Verdad y la Libertad», Revista Católica Internacional Communio, Edición verano 1996
20 Marc Weide, Diario de una mujer con enfermedad terminal que eligió la eutanasia. «Moriré el lunes a las 6.15 pm: Cuando ala madre de Marc Weide sele diagnosticó cáncer terminal, ella eligió la eutanasia. Aquí publicamos el diario terriblemente franco de sus últimos días. The Guardian, sábado 23 de agosto de 2008 (en inglés)
21 Juan Pablo II, Discurso a la plenaria de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales, viernes 2 de mayo de 2003
22 Juan Pablo II, Santa Misa en el estadio «Globo», XLII visita pastoral fuera de Italia: Noruega, Islandia, Finlandia, Dinamarca y Suecia. Estocolmo, Suecia, el 8 de junio de 1989 (n°6). (En ingles e italiano).
23 Madre Teresa de Calcuta, lectura para elPremio Nobeldela Paz 1979, 11 de diciembre de 1979.
24 Nican Mopohua. También citado por Benedicto XVI en Aparecida, en la Sesión Inaugural de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, el 13 de mayo de 2007.
25 Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Ecclesia in America, n°
26 Juan Pablo II (Karol Wojtyla), Homilía en el 80 aniversario del nacimiento del Papa Pablo VI.
Cracovia, 26 de septiembre de 1977.
27 Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Ecclesia in America,
n° 52.

San Alberto hurtado: Sacerdocio en el verdadero amor

DarÍo Card. Castrillón Hoyos
Prefecto de la Congregación para el Clero

El presente texto constituye una valiosa reflexión escrita para Revista “Humanitas”, de la Pontificia Universidad Católica de Chile, por el Prefecto de la Congregación para el Clero, S.E.R. Cardenal Darío Castrillón Hoyos. Meditando sobre la figura de San Alberto Hurtado, desea recordar a todos los sacerdotes del mundo que su ministerio encuentra eficacia santificante en la fidelidad a Cristo, a Aquel que, hallado en la oración es adorado en la Eucaristía y contemplado en la Cruz. La búsqueda de la santidad personal es el camino único para la fecundidad misionera y evangelizadora por parte del ministro de Cristo, configurado ontológicamente según Cristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia.

El hombre de hoy, aunque no lo manifieste explícitamente, anhela encontrar, en el sacerdote común, a Cristo; tiene sed de ver en él a la persona que, “tomado de entre los hombres, en favor de los hombres e instituido para las cosas que miran a Dios” (Heb.1, 5), pueda decir con San Agustín: “Nuestra ciencia es Cristo y nuestra sabiduría también es Cristo. Es Él que infunde en nosotros la fe de cara a las realidades del ámbito temporal y es Él quien se revela en aquellas verdades que dicen relación a las realidades eternas”. (San Agustín, De Trinitate 13, 19, 24).

La primera Encíclica del Santo Padre , Deus caritas est, constituye una autorizada y luminosa guía para que todo sacerdote sepa responder al don del amor de Dios que quiere que todos los hombres sean salvados, ofreciendo en Cristo la propia vida al servicio de la Iglesia, amada del modo total y exclusivo con que Cristo mismo, Cabeza y Esposo suyo, la ha amado. 

* * *

"San Alberto Hurtado: sacerdocio en el verdadero amor"
Darío Card. Castrillón Hoyos
Prefecto de la Congregación para el Clero
Ciudad del Vaticano

Revista “Humanitas”
Pontificia Universidad Católica de Chile
Santiago de Chile  

Introducción
En los días previos e inmediatamente posteriores a la canonización del P. Alberto Hurtado(1) se han publicado innumerables artículos y estudios que han explorado a fondo su figura. Los medios de comunicación han recogido innumerables aspectos de su vida tomados desde muchos enfoques, de tal modo que hoy resulta prácticamente imposible presentar un estudio con pretensiones de originalidad.

Por eso, mi acercamiento es necesariamente repetitivo, aunque intentaré profundizar en su vida desde una óptica que define a san Alberto Hurtado en su más íntima esencia vital: la de su sacerdocio.

San Alberto Hurtado era ante todo sacerdote. Tenía claro que su sacerdocio no era simplemente una profesión o un añadido a su persona, sino un sacramento que definía profundamente su identidad y su misión. Había leído y meditado las palabras del Papa Pío XI dirigidas a los sacerdotes y sabía que el sacerdote "no es el hombre asalariado que trabaja por una recompensa temporal; ni el empleado que cumple, sí, a conciencia las obligaciones de su cargo, pero tiene también puesta la mira en su ca­ rrera, en sus ascensos; es el buen soldado de Cristo que no se embaraza con negocios del siglo, a fin de agradar a quien le alistó para su servicio (2) ; es el ministro de Dios y el padre de las almas, y sabe que su trabajo, sus afanes, no tienen compensación adecuada en los tesoros y honores de la tierra" (3) .

Ser sacerdote no era para él un modo de ser, sino su ser. Para San Alberto Hurtado ser sacerdote era una vocación de amor que venía de Dios y a la que él respondía con todo su amor, con toda su donación. En ella encontraba su verdadera felicidad: "¡Ya me tiene de sacerdote del Señor! Bien comprenderá mi felicidad y con toda sinceridad puedo decirte que soy plenamente feliz (...) Ahora ya no deseo más que ejercer mi ministerio con la mayor plenitud posible de vida interior y de actitud exterior compatible con la primera " 4 . Vida interior y actitud exterior compatible con ella. En esta frase se encierra el secreto de su coherencia sacerdotal, de su admirable correspondencia entre su ser y actuar. San Alberto Hurtado era sacerdote y siempre actuaba como sacerdote. Su identidad sacerdotal lo definía profundamente y marcaba claramente su actuar en cada momento del día.

Para San Alberto Hurtado, su vida era su sacerdocio y su sacerdocio era su vida. No había división, no había distinción. La unión era perfecta. Los dos, sacerdocio y vida, se unían en una clave de bóveda que daba sentido a todo lo que hacía, a todo lo que decía, a todo lo que era: el amor entendido como donación: amor a Dios sobre todas las cosas y amor al prójimo como Cristo lo amó, todo un programa de vida sacerdotal.

San Alberto Hurtado es modelo de sacerdote, un sacerdote orgulloso de serlo, que en público y en privado se presentaba como sacerdote, que siempre vestía su distintivo sacerdotal, que expresaba en cada poro de su piel, en cada movimiento, la esencia de la unción sacerdotal; un sacerdote que amaba su vocación sacerdotal. Todo en la vida de San Alberto Hurtado era ser sacerdote y serlo desde la donación, desde el amor auténtico, distintivo del cristiano y del sacerdote. Tenía la convicción de que "un cristiano sin preocupación intensa de amar, es como un agricultor despreocupado de la tierra, un marinero desinteresado del mar, un músico que no se cuida de la armonía. ¡Si el cristianismo es la religión del amor!" 5 . Por eso, su programa de vida era "hacer en Cristo la unidad de mis amores. Todo esto en mí como una ofrenda, como un don que revienta el pecho; un movimiento de Cristo en mi interior que despierta y aviva mi caridad; un movimiento de la humanidad, por mí, hacia Cristo. ¡Eso es ser sacerdote!" 6 . San Alberto Hurtado profesaba el amor, celebraba el amor, vivía el amor y oraba en el amor.



1. Profesar el amor

"Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" 7 . Efectivamente, el cristianismo, en su esencia, no es otra cosa sino ser seguidor de Cristo, un discípulo del Señor que vive correspondiendo con su amor al amor que Dios le tiene. "La naturaleza específica de la fe es la relación con el Dios vivo" 8 . El sacerdote, además, por la unción recibe una configuración especial con Cristo sacerdote, es "otro Cristo".

El centro de la vida cristiana debe situarse en un constante dinamismo por conocer, amar, imitar y seguir a Jesucristo, viviendo en profunda unión de amor con El. La fe cristiana es un seguimiento, una respuesta de amor al amor de Dios. Cuando el católico profesa su fe simplemente relata las intervenciones de Dios en la historia de los hombres. Nuestro "credo" recoge hechos, actos de Dios. En cada uno de ellos se percibe a Dios que quiere acercarse al hombre, que quiere nuestra salvación. Y desde el primer artículo de nuestra fe, en cada intervención de Dios en la historia, hay una motivación constante: el amor. Tanto que, en cada frase del "credo" podría añadirse la expresión "por amor" para explicar el significado profundo del actuar de Dios, de cada una de sus obras. Dios se da continuamente al ser humano por amor. Por eso creemos en un solo Dios, Padre Todopoderoso, que por amor creó el Cielo y la Tierra, lo visible y lo invisible; creemos en un Solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, que por amor nació del Padre antes de todos los siglos, que por amor bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo, por amor, se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado, y por amor padeció y fue sepultado, y por amor resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre. Y creemos en el Espíritu Santo que se nos da por amor, y en la Iglesia, don de amor de Cristo. La profesión de fe del cristiano es un recuerdo del amor de Dios a los hombres expresado en sus obras, en sus intervenciones en la historia humana. Profesamos a un único Dios que, en cada persona divina expresa una relación de amor auténtico, de donación, y el cristiano entra con todo su ser en ese misterio de amor.

El sacerdote no es sino la prolongación de ese amor de Dios que se sigue dando a los hombres en su Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo. Ser sacerdote es profesar ese amor trinitario, llevarlo a los hombres, mostrarlo con la confianza de quien sabe que lo que lleva entre manos es un don de Dios, con la responsabilidad de quien se sabe administrador, no dueño.

Estas convicciones estaban muy presentes en la mente y en el corazón de San Alberto Hurtado. Todo en él profesaba el amor que vivía. En sus gestos, en sus modales, en su sonrisa, había una convicción transmitida: la seguridad en el amor de Dios que se nos ha revelado; la certeza de que Cristo nos amó y se entregó por nosotros 9 . Como consecuencia de ello, su lema jesuítico: "ad maiorem Dei gloriam ", se convirtió en su consigna de vida: todo era para mayor gloria de Dios, todo dirigido a Él. Esta frase no constituía en él un principio teológico adquirido intelectualmente, sino la explicación más profunda de su vida, lo que transmitía a cualquiera que lo encontrase en su camino.

San Alberto Hurtado vivía una espiritualidad fuerte, sólida, forjada en los ejercicios espirituales de San Ignacio, en el principio y fundamento de la vida espiritual, en la elección de vida. Y todo reflejado en una rica personalidad, de un hombre sonriente. Como él decía, "la sonrisa sólo existe cuando se da y nadie es tan pobre que no pueda darla"; esa característica sobresalía en su personalidad. Parecía que no hubiera tiempos difíciles para él. Su semblante sereno, su preocupación constante por los demás, su convicción de que "el amor jamás usa la palabra yo, sino tú", eran gestos que sobresalían en él.

No era hombre de grandes demostraciones intelectuales, sino de testimonio, pues como él decía: "no necesitamos demostradores, ¡necesitamos testigos!". Cada día de su jornada era un verdadero desgaste de energías puestas al servicio de Dios y de los demás, pues como él decía: "más vale gastarse que oxidarse". Siempre actuaba movido por el continuo deseo de mostrar a Cristo a los demás y de mostrar a Cristo en él para los demás, enseñando a "viajar como viajaría Cristo, a orar como oraría Cristo, a conducirse en política, en economía, en su vida de hogar como se conduciría Cristo".

Cristo era su vida, su apoyo: "Un bribón y un santo: ¿en qué se diferencian? En el tronco en el que se apoyan. Apoyémonos en Jesús entonces y el resto, un regalo!".

San Alberto Hurtado profesaba el amor a Cristo allí donde estuviera, en sus escritos, en sus homilías, en sus conversaciones. Su vida fue un continuo expandir el "bonus odor Christi" 10 , el buen olor de Cristo, en todo. Buen resumen de lo que debe ser la vida de todo sacerdote.


2. Celebrar el amor

El sacerdote no sólo profesa el amor, también celebra el amor. Dios entra en la vida de los cristianos por la liturgia, donde podemos tocar su amor infinito. El Bautismo es amor que nos toca. La Eucaristía es el sacrificio donde se come la Víctima Sagrada. "La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega" 11 . La liturgia es fuente de amor, del amor de Dios, es el manantial que salta hasta la otra vida 12 . Pero la liturgia es también afirmación de nuestra identidad cristiana en la que se muestra el amor de Dios hacia el hombre. El sacerdote, celebrando y viviendo lo que celebra, cumple su misión de enviado de Dios, tomado de entre los hombres y puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados 13 .

Cuando el sacerdote levanta la Eucaristía, celebra el amor más grande. Cuando levanta en sus manos el cáliz y la patena, el cuerpo y la sangre de Cristo, y con ellos reza a Dios Padre, en la unidad del Espíritu Santo, está celebrando el amor de Cristo, que intercede ante el Padre. La sangre separada del cuerpo es Cristo muerto, Dios hecho hombre, que se presenta como el cordero inmolado por amor para la salvación de los hombres, de todos los hombres. El sacerdote ora a Dios Padre por intercesión de Cristo que se entrega de nuevo. El sacerdote es quien celebra el amor de Dios entre los hombres. Y esta es otra dimensión muy presente en la vida de San Alberto Hurtado.

San Alberto Hurtado celebraba el Amor cada vez que celebraba la Eucaristía, centro de su vida. En la Eucaristía veía realizadas todas las aspiraciones más sublimes del ser humano: "La gran obra de Cristo, que vino a realizar al descender a este mundo, fue la redención de la humanidad. Y esta redención en forma concreta se hizo mediante un sacrificio. Toda santidad viene del sacrificio del Calvario, él es el que nos abre las puertas de todos los bienes sobrenaturales. Todas las aspiraciones más sublimes del hombre, todas ellas, se encuentran realizadas en la Eucaristía". Para San Alberto Hurtado, la Eucaristía realizaba todas las aspiraciones humanas; en ella estaba la fuente de la santidad, la puerta de acceso a todos los bienes sobrenaturales. Por ello, en la Eucaristía, San Alberto Hurtado veía realizada la felicidad del ser humano a la que todos los hombres aspiran, la felicidad que es posesión de Dios.

"En la liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes, experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este "antes" de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta" . En la Liturgia, Dios se nos da, sin reserva, sin medida, y en la Liturgia, el ser humano llega a ser como Dios. Si, desde el inicio del Génesis, el ser humano aspiraba a ser como Dios 15 , en la Liturgia es donde se produce esa transformación profunda: "el hombre se transforma en Dios es asimilado por la divinidad que lo posee; puede con toda verdad decir como San Pablo: Ya no vivo yo, Cristo vive en mf' 16 . Dios, en su infinita generosidad, sobrepasa las falsas promesas de Satanás 17 y nos regala la participación en su vida divina por la gracia.

Además, San Alberto Hurtado tenía la certeza de que en la Eucaristía se cumple el deseo presente en todo ser humano de hacer cosas grandes. "El hombre quiere hacer cosas grandes por la humanidad; ofreciendo la Misa salva la humanidad y glorifica a Dios Padre en el acto más sublime que puede hacer el hombre. El sacerdote y los fieles son uno con Cristo". En el pensamiento de San Alberto Hurtado, la Eucaristía es, también, unión de caridad, otro de los grandes anhelos del ser humano: "Padre, que sean uno... que sean consumados en la unidad" 18 .

San Alberto Hurtado consideraba la Eucaristía como realización de la comunión entre Cristo y nosotros: "esa donación de Cristo a nosotros, que exige de nosotros gratitud profunda, traería consigo una donación total de nosotros a Cristo, que así se dio, y a nuestros hermanos, como Cristo se dio a nosotros".

San Alberto Hurtado solía decir: "¡Mi vida es una Misa prolongada!" y en esa frase encerraba una de las claves más profundas de su vida sacerdotal. San Alberto se hizo Eucaristía; su vida fue un celebrar el misterio de la presencia escondida de Cristo que se muestra en el pan y en el vino. Pero su vida fue también hacerse eucaristía dándose a los demás análogamente a como Cristo se da como alimento en el pan y en el vino. La Eucaristía es viático de peregrinos y San Alberto Hurtado fue consuelo de los hombres y mujeres cristianos en camino hacia el Padre, peregrinos de la Patria Celeste.


3. Vivir el amor

Vivir el amor es el distintivo del cristiano 19 , el principal mandamiento de Cristo, un mandato nuevo 20 del que penden toda la ley y los profetas 21 . "Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero 22 , ahora el amor ya no es sólo un "mandamiento", sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro" 23 . Vivir el amor es amar como Cristo nos amó. Los sacerdotes son los custodios de este amor, los servidores que entregan su vida en la vivencia de este mandato del Señor, buscando siempre el bien de los hombres, sus hermanos. El sacerdote es el encargado por Dios para cultivar este don, para vivir en él la misma donación de Cristo a los hombres. Por eso, el sacerdote experimenta continuamente el aguijón del "ay de mí si no evangelizare" 24 y la preocupación constante por el bien de sus hermanos.

Para el cristiano, y especialmente para el sacerdote, la vida adquiere sentido cuando se vive en el amor: en el amor a Dios sobre todas las cosas y en el amor al prójimo. Estas son las coordenadas de la santidad, y todos los cristianos estamos llamados a ella 25 . San Alberto Hurtado tenía muy claro que su vida sólo tenía un sentido: la santidad. Para él, vivir era lo mismo que ser santo. En su diario recoge la reflexión de que la santidad: "a la que Dios me llama, que me parece austera... Toda la santidad a la luz de la eternidad, eso es vivir de verdad!". Vivir de verdad, "dar a la vida un sentido propio", son frases que acuñó San Alberto Hurtado y que reflejan el dinamismo con el que conducía su propia vida, algo muy lejano de la pereza y el acomodamiento al que parece tender la naturaleza humana caída.

San Alberto Hurtado vivió, como sacerdote, un apostolado incansable, sólidamente cimentado en la gracia, concebido como un deber de amor hacia Dios. No era simple activismo, aunque estuviera lleno de actividades y aunque su tiempo se le fuera en cientos de proyectos que ponía en marcha. Tenía muy claro que "el gran Apóstol no es el activista, sino el que guarda en todo momento su vida bajo el impulso divino. Cada una de nuestras acciones tiene un momento divino, una duración divina, una intensidad divina, etapas divinas, término divino. Dios comienza, Dios acompaña, Dios termina... " 26 . Así, para él, el apostolado no era otra cosa que "almas para la eternidad, almas que sean felices para la eternidad, liberadas de un incendio". Con ello, se hacía eco de lo que el Papa Pío XII recomendaba todos los sacerdotes del mundo: "Vuestro celo debe tener por objeto no cosas terrenas y caducas, sino eternas. El propósito de los sacer­ dotes que aspiran a la santidad debe ser éste: trabajar únicamente por la gloria divina y por la salvación de las almas" 27 .

En el inicio de sus proyectos, de su actuar, siempre existía una pregunta, tomada de su espiritualidad ignaciana: "¿Qué haría Cristo en mi lugar?". Frente a cualquier situación, su pregunta siempre era la misma: "ante cada problema, ante los grandes de la Tierra, ante los problemas políticos de nuestro tiempo, ante los pobres, ante sus dolores y miserias, ante la defección de colaboradores, ante la escasez de operarios, ante la injusticia de nuestras obras: ¿Qué haría Cristo si estuviera en mi lugar?". Desde ahí comenzaba su actividad apostólica. Ese preguntarse por lo que haría Cristo en su lugar era como su rumbo constante.

El ejemplo de Cristo alimentaba, sobre todo, sus actitudes más profundas como pastor. Dos años después de la ordenación sacerdotal de San Alberto Hurtado, el Papa Pío XI publicó una encíclica en la que se dirigía a los sacerdotes y hacía con ellos un examen de conciencia que caló profundamente en el alma de San Alberto Hurtado: "¿Cómo podrá un sacerdote, al meditar el Evangelio, oír aquel lamento del Buen Pastor: Tengo otras ovejas que no son de este aprisco, las cuales debo yo recoger 2 *, y ver los campos con las mieses ya blancas y a punto de segarse 29 , sin sentir encenderse en su corazón el ansia de conducir a estas almas al corazón del Buen Pastor, de ofrecerse al Señor de la mies como obrero infatigable? ¿Cómo podrá un sacerdote contemplar tantas infelices muchedumbres, no sólo en los lejanos países de misiones, sino desgraciadamente aun en los que llevan de cristianos ya tantos siglos, que yacen como ovejas sin pastor 1 ®, que no sienta en sí el eco profundo de aquella divina compasión que tantas veces conmovió el Corazón del Hijo de Dios? 31 " 32 . San Alberto Hurtado recogió este eco profundo y sintió encenderse en su corazón este deseo de conducir a las almas hacia el Corazón de Cristo y ofrecerse al Señor coimo obrero infatigable.

Como sacerdote, nunca perdía de vista que su deber principal era iluminar a las almas con el mensaje de Cristo, con su Buena Nueva: "El apostolado es la iluminación de las almas. Dios, que podría iluminarlas por sí mismo, se vale de nosotros para ello. La Buena Nueva, el Evangelio, que trajo Cristo al mundo, es la reconciliación de las almas con su Padre. Esta Buena Nueva predicada y aplicada es el apostolado " 33 .

San Alberto Hurtado era sacerdote de todos, sacerdote para todos, sin exclusiones: "A ejemplo del divino Maestro, el sacerdote, en todo cuanto pueda, vaya al encuentro de los pobres, de los trabajadores, de todos aquellos que se encuentran en angustia y en miseria, entre los que hay también muchos de la clase media y no pocos hermanos de sacerdocio. Pero no olviden tampoco a aquellos que, aun siendo ricos en bienes de fortuna, son con frecuencia los más pobres de alma y tienen necesidad de ser llamados a renovarse espiritualmente para hacer como Zaqueo: Doy a los pobres la mitad de mis bienes, y, si he defraudado a alguien en algo, le restituyo el cuadruplo 2 * 4 . En el campo de las disputas sociales, el sacerdote no debe, pues, perder nunca de vista el fin de su misión. Con celo, sin temor, debe exponer los principios católicos sobre la propiedad, la riqueza, la justicia social y la caridad cristiana entre las diversas clases, y dar a todos el ejemplo manifiesto de su aplicación" 35 .

Su apostolado partía del amor a Dios sobre todas las cosas y a sus hermanos los hombres; de ver a Cristo en cada uno de sus hermano y buscar su bien integral, sin visiones reductivistas. Era un amor eficaz, que se hacía operante en iniciativas dedicadas a ayudar al ser humano con el que se encontraba cada día. Cumplía así el ideal apostólico del sacerdote que el Papa Pío XI señalaba en su encíclica "Ad catholici sacerdotii" publicada dos años después de que San Alberto Hurtado recibiera la unción sacerdotal: "Este celo de la gloria de Dios y de la salvación de la almas debe, como se lee de Jesucristo en la Sagrada Escritura 36 , devorar al sacerdote, hacerle olvidarse de sí mismo y de todas las cosas terrenas e impelerlo fuertemente a consagrarse de lleno a su sublime misión, buscando medios cada vez más eficaces para desempeñarla con siempre creciente extensión y perfección" 37 .

San Alberto Hurtado no defendía causas ni ideologías, sino personas; atendía al Cristo que sufría en cada hombre. Su apostolado consistía en salir al encuentro del ser humano allí donde hubiera una necesidad, comprometerse con el destino eterno y temporal de cada persona:

"Lo primero, amarlos: Amar el bien que se encuentra en ellos, su simplicidad, su rudeza, su audacia, su fuerza, su franqueza, sus cualidades de luchador, sus cualidades humanas, su alegría, la misión que realizan ante sus familias... Amarlos hasta no poder soportar sus desgracias... Prevenir las causas de sus desastres, alejar de sus hogares el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la tuberculosis. Mi misión no puede ser solamente consolarlos con hermosas palabras y dejarlos en su miseria, mientras yo almuerzo tranquilamente, y mientras nada me falta. Su dolor debe hacerme mal: la falta de higiene de sus casas, su alimentación deficiente, la falta de educación de sus hijos, la tragedia de sus hijas: que todo lo que los disminuye, que me desgarre a mí también. Amarlos para hacerlos vivir, para que la vida humana se desarrolle en ellos, para que se abra su inteligencia y no queden retrasados. Que los errores anclados en su corazón me pinchen continuamente. Que las mentiras o las ilusiones con que los embriagan, me atormenten; que los periódicos materialistas con que los ilustran, me irriten; que sus prejuicios me estimulen a mostrarles la verdad. Y esto no es más que la traducción de la palabra amor »38


No se rendía ante lo heroico. Para él, como sacerdote del amor, el amar conllevaba naturalmente el heroísmo. Lo más humano era donarse completamente, heroicamente: "¿Cuántos ha podido uno ver que prometían tanto y no han hecho nada! Se han hundido, ¡se pasmaron! Al perder el sentido de lo heroico, ¡pierden el sentido de lo humano!". Tenía muy claro que no podía vivir sin comprometerse con los demás. Su vida no podía contentarse con no hacer el mal, tenía que hacer el bien, todo el bien posible: "Está muy bien no hacer el mal, pero está muy mal no hacer el bien".

San Alberto Hurtado fue hombre de realizaciones, fiel a su consigna: "Menos palabras y más obras". Sabía que "la fidelidad a Dios, si es verdadera, debe traducirse en justicia frente a los hombres" y por ello luchaba incansablemente por la justicia, yendo muchas veces más allá de sus fuerzas físicas, sin guardarse nada para sí. Tenía muy claro que "nunca habremos dado a Dios lo suficiente mientras no se lo hayamos dado todo".


4. Orar el amor

La oración fortalece el amor. Se puede decir que el sacerdote que no vive de la oración corre el riesgo de debilitarse en el amor a Dios y a sus hermanos. En la oración, el sacerdote se identifica con la voluntad de Dios, se posesiona de los sentimientos de Cristo que, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz 39 . La oración fortalece al sacerdote para poder vivir contra corriente y afirmar su identidad sacerdotal en una cultura que defiende unos valores opuestos a ella. Al mismo tiempo, la oración del sacerdote es expresión de su fe y de su amor. En ella vierte lo más íntimo de su ser, su capacidad de amar sublimada en su alianza esponsal con la Iglesia. En ella profundiza en el insondable misterio de Dios, en su amor.

San Alberto Hurtado era también y sobre todo un hombre de profunda oración, un alma auténticamente contemplativa. De la oración extraía las fuerzas para vivir su ministerio sacerdotal, su santidad. En ella se encontraba consigo mismo y con Dios.

"Después de la acción hay que volver continuamente a la oración para encontrarse a sí mismo y encontrar a Dios; para darse cuenta, sin pasión, si en verdad caminamos en el camino divino, para escuchar de nuevo el llamado del Padre, para sintonizar con las ondas divinas, para desplegar las velas, según el soplo del Espíritu. Nuestros planes de apostolado necesitan control, y tanto mayor mientras somos más generosos. ¡Cuántas veces queremos abrazar demasiado!, ¡más de lo que pueden contener nuestros brazos!

Para guardar el contacto con Dios, para mantenerse siempre bajo el impulso del Espíritu, para no construir sino según el deseo de Cristo, hay que imponer periódicamente restricciones a su programa de apostolado. La acción llega a ser dañina cuando rompe la unión con Dios. No se trata de la unión sensible, pero sí de la unión verdadera, la fidelidad, hasta en los detalles, al querer divino. El equilibrio de las vidas apostólicas sólo puede obtenerse en la oración. Los santos guardan el equilibrio perfecto entre una oración y una acción que se compenetran hasta no poder separarse, pero todos ellos se han impuesto horas, días, meses en que se entregan a la santa contemplación.

Esta vida de oración ha de llevar, pues, al alma naturalmente a entregarse a Dios, al don completo de sí misma. Muchos pierden años y años en trampear a Dios. La mayor parte de los directores espirituales no insisten bastante en el don completo. Dejan al alma en ese trato mediocre con Dios: piden y ofrecen, prácticas piadosas, oraciones complicadas. Esto no basta a vaciar al alma de sí misma, eso no la llena, no le da sus dimensiones, no la inunda de Dios. No hay más que el amor total que dilate al alma a su propia medida. Es por el don de sí mismo que hay que comenzar, continuar, terminar" 40 .

 

Conclusión

San Alberto Hurtado, sacerdote, ha pasado a la historia como el ángel de Getsemaní que consuela al Cristo Místico de las clases altas y de las clases bajas, que vivió desde el amor y para el amor, que extendió entre sus semejantes la convicción de que Dios los amaba hasta el extremo de morir en la cruz por ellos: "Recordar a los hombres entristecidos del mundo moderno, que por encima de sus dolores hay un Dios que los ama, hay un Dios que es amor 41 , un Dios que cuando ha querido escoger un símbolo para representar el mensaje más sentido de su alma, ha escogido el Corazón porque simboliza el amor, el amor hacia ellos, los hombres de esta tierra. Un amor que no es un vano sentimentalismo, sino un sacrificio recio, duro, que no se detuvo ante las espinas, los azotes, y la cruz" 42 .

San Alberto Hurtado queda para la Iglesia como intercesor, pero queda también como modelo de sacerdote que edifica su vida desde el verdadero amor, desde la donación de sí mismo a Dios y a los demás.

 

 

 

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NOTAS

 

(1) LUIS Alberto Hurtado CRUCHAGA. Nació en Viña del Mar, Chile, el 22 de enero de 1901. Ingresó en
la Compañía de Jesús el 5 de agosto de 1923. Fue ordenado sacerdote en Bélgica el 24 de agosto de 1933.
Fundó el "Hogar de Cristo" el 19 de octubre de 1944. Falleció en Santiago de Chile el 18 de agosto de
1952. Fue beatificado por el Papa Juan Pablo II el 6 de octubre de 1994 y fue canonizado por el Papa
Benedicto XVI el 23 de octubre de 2005.

(2) Cf. 2 Tim 2,3-4.

(3) PÍO XI, Carta encíclica Ad catholici sacerdotii, 20 de diciembre de 1935, n. 54.

(4) San Alberto Hurtado, carta del 8 de octubre de 1933, año de su ordenación sacerdotal.

(5) San Alberto Hurtado, Discurso a 10.000 jóvenes de la Acción Católica, 1943.

(6) San Alberto Hurtado, Reflexión personal escrita, noviembre de 1947.

(7) Benedicto XVI, Carta encíclica Deus Caritas est, 1.

(8) BENEDICTO XVI, Carta encíclica Deus Caritas est, 28.

(9) Cf. Gal 2,20.

(10) Cf. 2 Cor 2,15.

(11) BENEDICTO XVI, Carta encíclica Deus Caritas est, 13.

(12) Cf. Jn4,14.

(13) Cf. Hb5,l.

(14) BENEDICTO XVI, Carta encíclica Deus Caritas est, 17.

(15) Cf. Gn 3,5.

(16) Gal 2,20.

(17) Cf. Gn 3,5.

(18) Juan 17,22-23.

(19) Cf. Jn 13,35-36.

(20) Cf. Jn 13,34.

(21) Cf. Mt 7,12; Mt 22,40.

(22) Cf. Un 4,10.

(23) BENEDICTO XVI, Carta encíclica Deus Caritas est, 1.

(24) 1 Cor 9,16.

(25) Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen gentium, 39.

(26) San Alberto Hurtado, Reflexión personal escrita, noviembre de1947.

(27) PÍO XII, Exhortación apostólica Menú Nostrae, 23 de septiembre de 1950, n. 57.

(28) Jn 10,16.

(29) Jn4,35.

(30) Mt 9,36.

(31) Cf. Mt 9,36; 14,14; 15,32; Me 6,34, 8,2, etc.

(32) PÍO XI, Carta encíclica Ad catholici sacerdotii, 20 de diciembre de 1935, n. 57.

(33) San Alberto Hurtado, Meditación predicada en 1941 para sacerdotes vinculados a la Acción
Católica.

(34) Le 19,8.

(35) Pío XII, Exhortación apostólica Mentí Nostrae, 23 de septiembre de 1950, n. 108.

(36) Cf. Sal 68,10; Jn 2,17.

(37) Pío XI, Carta encíclica Ad catholici sacerdotii, 20 de diciembre de 1935, n. 56.

(38) San Alberto Hurtado, Reflexión personal escrita, noviembre de 1947.

(39) Fil 2,4-8.

(40) San Alberto Hurtado, Reflexión personal escrita, noviembre de 1947.

(41) Cf. 1 Jn 4,8.

(42) San Alberto Hurtado, Meditación predicada por radio, 4 de abril de 1944.